TARDE CON LOS OJOS ABIERTOS
Me gusta la ingenuidad de los adultos al juzgar a los niños:
pensar que la inocencia se pierde con la primera novia
y que el amor tiene cara de hombre enfebrecido
es tan burdo como el sexo que se paga a los treinta.
La infancia fue una excusa para moldear el lodo,
los días se vaciaban en los poros abiertos de mis huesos.
Lo cierto es que a los siete yo sabía que los niños eran guapos,
disfrutaba el banal surgimiento de sus risas,
era feliz en el juego de sus piernas
migrando para buscar un sol más confortable.
Desde niño he pensado que la noche
es un baile para tomarse las manos.
Agradezco a mi madre por las misas ausentes
y haberme permitido dejar la catequesis
cuando supe que dios me odiaba un poco.
Agradezco a mi padre el misericordioso día
cuando dijo que el fútbol no se juega si a uno no le gusta.
Mi infancia fue una tarde con los ojos abiertos
sumido en el abrazo pueril de mi vecino.
Yo prefiero observar a los muchachos
corriendo bajo el sol a medias
con las calcetas altas
y el torso lubricado,
prefiero a mi vecino que me mira con culpa
cuando mi madre se encuentra con la suya
y se saludan como buenas amigas.
Prefiero la intimidad del agua,
los paseos en barco
y la costa tapiada de un mundo adolescente.
Pero ahora que han pasado los años
cuando al llegar a casa
el vecino no está a la vuelta de la tarde
prefiero la compañía de Händel
y el fugaz ejercicio
de cohabitar en una partitura.